Cómo surgió la Ley LISMI

| por José Antonio Morena Pardo

Han pasado ya más de treinta años desde la aprobación, en marzo de 1982, de la Ley de Integración Social de los Minusválidos (LISMI). La ley fue impulsada gracias a la lucha de distintas asociaciones, principalmente de personas con discapacidad física que eran bastante activos en la época de la Transición. Finalmente sería el político nacionalista catalán Ramón Trías Fargas, gran defensor de los derechos de las personas con discapacidad y que ha dado nombre a los premios a la investigación sobre el Síndrome de Down en homenaje a su contribución, el que la propusiera en el Congreso de los Diputados. La intención de la misma era y es, entre otras metas, favorecer la inserción laboral de las personas con discapacidad, hasta entonces sin protección legal y amparadas exclusivamente por familiares o por asociaciones y organizaciones benéficas. La ley establece la obligatoriedad para las empresas con una cantidad igual o mayor de cincuenta empleados de contratar un número de trabajadores con discapacidad no inferior al 2% que tengan un porcentaje de discapacidad igual o superior al 33%. Es decir, que en una empresa de 50 empleados debe haber al menos uno con algún tipo de discapacidad. Es la administración pública la que debe otorgar la condición de discapacidad al trabajador basándose en informes individualizados elaborados por distintos profesionales. Estos informes reconocen tanto la condición de “minusvalía” como el grado de minusvalía que posee la persona valorada.  La LISMI define al minusválido, según se denominaba entonces, como “toda aquella persona cuyas posibilidades de integración educativa, laboral o social se encuentren reducidas como consecuencia de una deficiencia, previsiblemente permanente, de carácter congénito o no, en sus capacidades físicas, psíquicas o sensoriales”. El principal antecedente a la ley lo encontramos en el artículo 49 de la Constitución Española, aprobada 4 años atrás, que  textualmente dice: “Los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, a los que prestarán la atención especializada que requieran y los ampararán especialmente para el disfrute de los derechos que este Título otorga a todos los ciudadanos”. Tras el amparo constitucional se aprobó la norma legislativa que, pese a todo, no era cumplida por la mayoría de empresas y administraciones. Por ello, en el año 2000 se aprobó el real Decreto 27/2000 en el que se establecían medidas de carácter excepcional a la LISMI para el cumplimiento de la obligatoriedad de contratación de personas con discapacidad por la que se regulan los centros especiales de empleo como Ibergrupo. embolsado publicaciones Roncalli CEE Al tratarse de una Ley aprobada hace más de tres décadas es evidente que tenía algunos aspectos obsoletos que era necesario renovar empezando por el propio nombre, pues el concepto de minusválido hace años que dejó de emplearse y actualmente hablamos de personas con discapacidad. El carácter peyorativo que la palabra minusválido otorga a la persona que sufre la discapacidad (ser alguien menos válido que otro) no beneficia su integración social, así como el término discapacitado, que concede a la discapacidad un carácter protagónico y principal en la condición del ser humano que la padece. Al fin y al cabo, todo el mundo estamos menos capacitados que otros para realizar según qué tareas. Además de esto, hay que seguir luchando para la aplicación real de la misma en todas las empresas y administraciones que no cumplen la ley.  

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